La trastienda y el legado de "Brown v. Board of Education"


Este mes se cumpliron sesenta años de uno de los fallos más importantes de todos los tiempos.

El 17 de mayo de 1954 el Chief Justice de la Corte Suprema de los Estados Unidos leyó la sentencia de “Brown v. Board of Education of Topeka”. Su doctrina es hoy divisa y profesión de fe en aquel país, y una parte del patrimonio común de la comunidad jurídica internacional. Dicho esto, podría parecer raro darle ese rango a lo que en definitiva no fue más que una declaración igualitaria de carácter práctico, sin ningún aporte analítico ni nada novedoso desde lo conceptual.

Pero la lectura de “Brown” debe hacerse del mismo modo en que fue escrita: construida no de lógica, sino de experiencias. Encontraremos allí el conflicto entre la historia, la justicia y los valores comunitarios; la distancia entre el supremo poder de la constitución y el limitado poder de la corte; todo ello desgranado en la constelación de azares y necesidades que juegan en el más ambicioso proceso de toma de decisiones que ha creado la humanidad: el gobierno constitucional.

Los hombres de Brown

Entender el caso requiere, entonces, una visita guiada que comenzaremos aquí con el dramatis personae. Oliver Brown fue un personaje secundario, un nombre más entre un grupo de casi doscientos reclamantes que habían sido seleccionados para litigar por la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), una organización creada en 1909 para promover los derechos de los negros. Si estos casos tuvieran un nombre propio, el más justo sería el de Thurgood Marshall (1908-1993), el abogado negro que dirigía el Fondo de Asistencia Legal de la NAACP y bajo cuya dirección se llevó a cabo el ataque judicial contra las prácticas segregativas. Como abogado, Marshall llevó a la Corte 33 casos con una impresionante eficacia (ganó 30, un récord notable teniendo en cuenta que conforme los precedentes llevaba las de perder en la mayoría) y luego integraría el Tribunal por designación de Lyndon Johnson desde 1967 a 1991.



La primera demanda de esta familia de casos basada en la Enmienda XIV se dirigió contra Carolina del Sur reclamando la revisión de “Plessy v. Ferguson” en el que la Corte Suprema sentara la doctrina de “separados pero iguales”. Desde aquel precedente de 1896 (que versaba sobre la división de pasajeros blancos y negros en los ferrocarriles) se entendía que, considerando el fin estatal de minimizar las ocasiones de fricción racial, no había objeciones constitucionales para la segregación cuando fueran sustancialmente similares las facilidades y la calidad de las respectivas instalaciones diferenciadas.

Por empezar, ni siquiera ese estándar se podía verificar. Muchas de las escuelas reservadas para negros no tenían agua corriente, electricidad ni calefacción. Sus aulas solían estar en peores condiciones y los maestros que allí enseñaban eran los menos calificados. El condado de Clarenton, en Carolina del Sur, gastaba 179 dólares por cada alumno blanco, y sólo 43 por cada alumno negro. Allí fue donde Thurgood Marshall promovió en noviembre de 1949 la primera demanda de las que la Corte resolvió junto con “Brown” (el caso Briggs v. Elliot). En el transcurso del juicio se atendió al testimonio de sociólogos que –a través de trabajos de campo– habían comprobado que en realidad lo que importaba no era tanto las desventajosas condiciones de enseñanza, sino el sentimiento de inferioridad implícito en el hecho mismo de la segregación. 

Ese era el verdadero objetivo de la NAACP, que no buscaba mejorar las instalaciones de las escuelas sino terminar con aquella oprobiosa práctica. No hubo suerte en primera instancia, donde recibieron un fallo adverso (de dos jueces, con una disidencia a favor) que se pronunció en Junio de 1951. Al mes siguiente también siguió la misma suerte el caso que, por accidente, ganaría el primer lugar en el rótulo: Brown v. Board of Education of Topeka.




El contexto fáctico era allí algo distinto, pues ocurría en el Estado de Kansas donde las condiciones de las escuelas segregadas no guardaban gran diferencia entre sí, lo cual hacía que el juzgamiento se concentrara únicamente en la inconstitucionalidad de la práctica como tal. Cuando la Corte agendó el caso en 1952 se acumulaban ya sendas demandas planteadas contra los estados de Delaware y de Virginia, y contra el Distrito Federal de Columbia (donde se emplaza la ciudad de Washington). La primera ronda de alegatos para su decisión conjunta tuvo lugar en diciembre de aquel año y no hubo en ellos grandes demostraciones de elocuencia. Sólo se recuerdan dos chispazos suscitados por preguntas de los jueces. Jackson le preguntó con sarcasmo a Thurgood Marshall por qué no hacía el mismo planteo con respecto a los niños que asistían en escuelas segregadas en las reservaciones indias. Señor Juez, por ahora tengo bastante con esto, contestó Marshall.

También hubo escaramuzas con la otra parte, representada por un veterano abogado cuyas credenciales superaban ampliamente a las de Marshall. Se trataba de John W. Davis, un sureño atildado y severo que había sido candidato a vicepresidente por el Partido Demócrata en 1924, y que fue el abogado que más veces actuó ante la Corte (140) después del mítico Daniel Webster en el siglo XIX. Pero, según cuenta Peter Irons, cometió “un error de estudiante de primer año”. El juez Burton le preguntó si el término “igual protección” podría ser afectado por el cambio en las condiciones sociales. Davis empezó respondiendo que no, y a mayor abundamiento agregó que al respecto la Corte siempre se había mantenido estable mientras que, por ejemplo, fue variando con el tiempo su definición de “comercio interestatal”. Frankfurter lo cruzó enseguida, preguntándole si pensaba que “igual” era un término menos fluido que “comercio interestatal”, y al cabo Davis terminó reconociendo (en las antípodas de su idea primaria) que “lo que es desigual hoy puede ser igual mañana, o viceversa”.

 Claro que ese mínimo traspié no parecía bastar para justificar la reversión de “Plessy”, que después de todo era la doctrina que la Corte había adoptado desde la sanción de las enmiendas. De hecho, la Corte quedó encajonada en una difícil situación: tenía que resolver el caso, sabiendo que cualquier decisión iba a ser controvertida, y (a tenor de las primeras discusiones entre los jueces) parecía que no podía hacerlo con una mayoría sólida, ni siquiera con acuerdo en los fundamentos de quienes votarían parecido. La estrategia del tribunal entonces fue ganar tiempo y darle largas al asunto. La táctica para ello fue la de armar una lista de cinco cuestiones conducentes a la solución del caso convocando a nuevos alegatos para 1953, en la esperanza que las opiniones decantaran luego en algún sentido.

En el interludio que se abrió el caso siguió su curso y podemos ver que entre los actores de reparto habría dos futuras estrellas que oficiaban a la sazón de relatores de la Corte. Una de ellas es Alexander Bickel (llamado a ser uno de los profesores más importantes del constitucionalismo americano), a quien Frankfurter le encomendó la trabajosa tarea de investigar en polvorientos archivos del siglo XIX para establecer si había habido una definida intención al momento de proponer las reformas constitucionales de la posguerra civil. Luego de arduas pesquisas que se prolongaron por meses, hizo un completo informe que expresa la imposibilidad de establecer alguna “intención original” sobre la XIV enmienda. De ello surgiría una premisa importante del fallo, ya que tal ausencia le quitaba entidad a la tradición que invocaba Davis.

La otra figura de reparto que cabe mencionar nos conecta con quien también sería a la postre Juez de la Corte entre 1972 y 2005 (presidiéndola desde 1986) y su actuación en el caso aparece controversial. Según se ha podido saber, William Rehnquist escribió un memorando para el juez Jackson en el que exponía argumentos contrarios a la integración racial que reclamaba la NAACP. Allí decía que la Corte no podía traspasar sus concepciones sociológicas a la Constitución, invalidando la segregación sólo porque sus miembros eran “liberales” que repudiaban individualmente esa práctica. Muchos años después, el memorando se ventiló extensamente en 1986 en las audiencias del Senado para considerar el nombramiento de Rehnquist y la polémica que se suscitó a raíz de ello estuvo a punto de impedir su proclamación.


Una señal del cielo

Pero el actor clave de “Brown” entra en el segundo acto. Su aparición, por cierto, es dramática, y se precipitó cuando el presidente de la Corte, Fred Moore Vinson, murió de un ataque al corazón en el receso judicial de septiembre de 1953. Cuando se conoció el hecho, el comentario del Juez Frankfurter fue sádico: “es la primera señal que he tenido de que Dios existe”. 

Aunque no había previsto la fatalidad, Eisenhower tenía in pectore el elegido para la primera vacante que se produjese: el gobernador de California, Earl Warren (1891-1974), a quien le debía el apoyo que le había dado para su postulación presidencial. Como el legendario John Marshall, antes había sido soldado (combatió en la Primera Guerra Mundial), pero su preparación era más sólida: había sido fiscal por veinte años, fue Procurador General desde 1938 y gobernador elegido en 1942, 1946 y 1950. En esa función había tenido un desempeño aceptable, concretando un ambicioso plan de obras públicas y el establecimiento de beneficios sociales para ancianos y desempleados. Todavía le quedaba un año de mandato, así que tuvo que renunciar a la gobernación.

En diciembre de 1953 se cumplió la nueva ronda de alegatos. La primera aparición de Warren en la Corte (nombrado Chief Justice en comisión, porque el Senado estaba en receso) fue también la última de Davis, de ochenta años. Todo transcurrió sin mayores novedades, salvo un contrapunto final entre Davis y Thurgood Marshall. Davis había dicho, retóricamente, “aquí (por Carolina del Sur) tenemos educación igual, no en promesas, no en profecías, sino efectiva. ¿Habremos de desmantelarla sólo por un capricho de prestigio racial?”. Al día siguiente, Marshall le contestó: “Como el señor Davis dijo ayer, la única cosa que los negros están tratando de obtener es prestigio. Exacto y correcto. Desde la Emancipación, el negro ha estado tratando de conseguir el mismo status que cualquier otro con independencia de su raza”.

Al auscultar luego las opiniones de sus colegas, Warren siguió observando cierto disenso, y aplicó distintas estrategias para llegar a un improbable fallo unánime. Cuando expuso ante ellos el caso, empezó por decir con firmeza que, en su opinión, la segregación traía implícita una idea de inferioridad racial que no podía ocultarse. De esa forma marcó la cancha donde se iba a jugar la discusión, fuera de todo tecnicismo y sin entrar a examinar la cadena vinculante del stare decisis.

Como lo cortés no quita lo valiente, desde el principio quiso evitar que la declaración de inconstitucionalidad tuviese un tono altisonante, retórico o acusatorio para los Estados del Sur. Ese matiz fue clave para ir esmerilando las posiciones contrarias que habían sugerido algunos jueces. Sabedor de que estaba con una mayoría ajustada fue trabajando sobre los eventuales disidentes de a uno por vez, con toda amabilidad y sin tensar la cuerda, convenciendo a unos y ganando por cansancio a otros.

Frankfurter quería fijar un término perentorio para implementar la desegregación, y Warren lo convenció de desdoblar la decisión, para eventualmente considerar de nuevo el caso si no había un cumplimiento satisfactorio. En el otro extremo, le tomó todo el invierno convencer a Reed, quien hasta febrero estuvo trabajando en una disidencia que seguía la línea de Plessy. Hasta ese momento, Warren trabajó sobre la eventual sentencia sin circular un proyecto de fallo, lo cual hubiera abierto de nuevo la discusión. 

Y cuando debió redactarlo, se vio favorecido curiosamente por el hecho de no ser un jurista tremendamente dotado. Otro, en su lugar, hubiera hesitado ante la importancia de la decisión y se habría tentado con revestirla de un fallo erudito, totalizador y minucioso, y ello habría derruido las chances de que la decisión fuera unánime. La preponderancia del fondo con respecto a la forma se revela al advertir que en buena parte dejó que el proyecto fuera redactado por sus relatores, quienes le dieron un corte más académico para ponerlo a tono con la voz de la Corte Suprema.

La actitud con que Warren encaró “Brown” se repetiría a lo largo de su actuación en la Corte, y requiere detenernos aquí para dedicarle una laudatoria valoración. Alguna vez ha dicho Bidart Campos que "siempre hay que oxigenar a las leyes con el aire que circula en estratos más altos y superiores: la constitución, sus principios, sus valores, el derecho internacional de los derechos humanos, el valor justicia" . Warren fue, en ese sentido, un soplo de aire fresco. Su magistratura aportó una mirada en apariencia cándida, pero que combinaba la conciencia permanente de los valores superiores y el desenfado para ejercer el libre pensamiento incluso sobre cuestiones que contaban con una solución predeterminada por la tradición. Cuando se discutía una cuestión, y sus colegas y sus empleados le exponían la solución que postulaban para el caso, Warren tenía el hábito de preguntar, “está bien, pero ¿sería ello justo?”. Como precisa Bernard Schwartz, Warren fue el paradigma del juez “orientado a los resultados”, que usó su poder para asegurar la solución que consideraba justa en los casos que se trataban ante la Corte.


El fallo y la saga de "Brown"

Volvemos entonces al principio: el 17 de mayo de 1954 el Chief Justice de la Corte Suprema de los Estados Unidos leyó la sentencia de “Brown v. Board of Education of Topeka”. Desde el comienzo del fallo rompió una lanza por la interpretación contemporánea, estableciendo que

 “(Al) aproximarnos a este problema, no podemos volver atrás el reloj a 1868 cuando fue adoptada la enmienda, ni siquiera a 1896 cuando se escribió Plessy v. Ferguson. Debemos considerar la educación pública a la luz de su total desarrollo y el lugar que ocupa en la vida americana a lo largo de la Nación. Sólo de esa manera podrá determinarse si la segregación en escuelas pública priva a los actores de la igual protección de las leyes”.

El razonamiento siguió con una contundente ponderación del rol de la educación pública:

“(H)oy, la educación es quizá la función más importante de los gobiernos estaduales y locales. Las leyes de asistencia escolar obligatoria y los grandes gastos en el área de la educación demuestran nuestro reconocimiento de la importancia de la educación en nuestra sociedad democrática. Se la exige en el desempeño de nuestras responsabilidades públicas más fundamentales, e incluso en el servicio en las Fuerzas Armadas”. 

La redacción era tan moderada que (como el fallo se había mantenido en secreto) hasta bien entrada la lectura de la sentencia, los periodistas que estaban preparados para correr a telefonear los resultados a las agencias no podían conjeturar cuál era el resultado. Pero obsérvese el ánimo sereno, desprovisto de afectación, y el pulso firme que Warren adoptó cuando hundió el bisturí en el fondo del asunto:

“Separarlos de otros niños de edad y calificaciones semejantes sólo a causa de su raza genera un sentimiento de inferioridad acerca de su condición en la comunidad, sentimiento que puede afectar sus corazones y sus mentes de un modo que probablemente nunca podrá ser reparado” 

AA continuación el fallo cita y glosa estudios sociológicos que respaldan esa afirmación y luego termina diciendo que

“llegamos a la conclusión de que en el campo de la educación la doctrina de las razas ´separadas pero iguales´ no tiene lugar. Las facilidades educacionales separadas son intrínsecamente desiguales”. 


Pero las palabras no conjuraban una tradición racista fuertemente enraizada en la historia, y una anécdota de la vida de Warren prefigura los inconvenientes que habría para ejecutar la sentencia. Al día siguiente del fallo “Brown”, hizo un viaje al Sur y se alojó en un lujoso hotel. Al despertar por la mañana, quiso ubicar al chofer negro que lo había trasladado y lo encontró durmiendo en el auto: allí, los hoteles de categoría no hospedaban gente de color. 

Es que si bien hoy la doctrina de “Brown” aparece incontestable, los acontecimientos que siguieron al fallo hicieron dudar sobre la posibilidad de implementar la decisión de la Corte. Al año siguiente, en el llamado caso “Brown II” , la Corte ordenó que la integración debía ser ejecutada “con expresa celeridad” (with all deliberate speed), pero mantuvo en un punto la prudencia, reconociendo un margen de flexibilidad y evitando exponer su autoridad institucional, ya que delegó su control a las cortes inferiores (que, según dijo, podían cumplir con más eficacia la tarea a causa de su proximidad a las condiciones locales).

 La resistencia a cumplir con la orden adquirió matices más graves en marzo de 1956, cuando un grupo de diputados y senadores del Sur (101 sobre 126 del total de representantes de los Estados) emitió un “Manifiesto Sureño” denunciando a “Brown” como un “claro abuso de los poderes judiciales”, en el que los jueces habían sustituido “ideas políticas y personales por la ley establecida”.  Un caso especialmente desdoroso ocurrió en Virginia, en el condado de Prince Edward, que simplemente cerró sus escuelas públicas para evitar la integración hasta que la Corte Suprema ordenó su reapertura en 1964.

A la luz de estas resistencias la Corte adoptó un enérgico talante de asumir y autoatribuirse la última palabra y así nació Cooper v. Aron de 1958, el caso de donde surge la idea de un supremo tribunal como intérprete definitivo de la Constitución. Otros casos ulteriores siguieron la senda de Brown, y así la Corte declaró la inconstitucionalidad de la segregación en el transporte público (en Browder v. Gayle, de 1956, luego del boicot iniciado por Rosa Parks en 1955; y luego en Boynton v. Virginia, de 1960) y de las leyes que prohibían matrimonios entre blancos y negros (Loving v. Virginia, de 1967). En otro fallo interesante posterior, la Corte avaló la integración escolar de niños de la comunidad asiática, que concurrían a escuelas separadas (Guey Heung Lee v. Johnson, de 1971)


Warren y su Corte 

Más allá de las (lógicas) vicisitudes de “Brown” como sentencia, el tema quedó instalado en la agenda pública y la Corte lo sigue citando como un faro para iluminar sus decisiones. No cabe duda que la doctrina del caso fue un revulsivo para el movimiento por los derechos civiles que cristalizó en la ley de derechos civiles (Civil Rights Act) de 1964. Nada hubiera sido posible si, al mismo tiempo, no hubiera cambiado la sociedad, y si ello ocurrió es en buena medida por los debates posteriores, en cuyo resultado incidieron tanto las buenas razones de “Brown” como, irónicamente, la autodescalificación en que incurrían los críticos.

Y los años en que Warren presidió la Corte (se retiró en 1969) fueron el período más activista del tribunal, desplazando el foco de la protección de la propiedad que lo había caracterizado tradicionalmente a la afirmación y resguardo de los derechos, dictando fallos progresistas en áreas tan diversas como la libertad de prensa (New York Times v. Sullivan), las garantías penales (Mapp v. Ohio de 1961 y Miranda v. Arizona de 1966) y la judiciabilidad de las cuestiones políticas (Baker v. Carr, 1962), entre muchas otras. Su enumeración y estudio está fuera del alcance de este artículo, pero no quedan dudas que, en la visión retrospectiva, Warren ha sido el juez más importante de la Corte norteamericana después de John Marshall. Y véase qué estilos diferentes adoptaron: Marshall tenía una prosa tensa y bruñida, y sus sentencias parecían un engranaje de relojería; Warren imponía el tono abierto de un editorialista, despojado de filigranas y de tecnicismos.

Pero bajo la superficie, Warren tenía otras cosas en común con el viejo Marshall. Los dos descollaban por su olfato político (en el alto sentido de la palabra) y por su espíritu de liderazgo en la Corte, y si bien flaqueaban en conocimientos jurídicos –al menos, con respecto al alto estándar que le marcaban los demás jueces– ello no les impidió conducir con naturalidad la Corte como un bloque razonablemente unido. En otra concordancia, se puede ver que a los dos jueces más famosos le corresponden también los dos casos más memorables. Además, ambos fueron fallados en su primer período, cuando todavía eran recién llegados en la Corte.

Y a propósito de ello nos permitimos deslizar una observación heterodoxa. En el repertorio del control de constitucionalidad hay dos principios procesales que –se supone– contrabalancean el poder judicial de anular leyes, y que paradójicamente aparecen desmentidos en esos casos “canónicos”. Pues, si bien se mira, en Marbury, Marshall introdujo la cuestión de inconstitucionalidad “de oficio”; y en Brown, Warren le dio en la práctica efectos “erga omnes” a la decisión. Lo cual nos revela la fatuidad de ciertos dogmas que se suponen intocables.

“Brown", mito y actualidad.

Como “Miranda” (el caso de las advertencias policiales contra la autoincriminación, la famosa frase “tiene derecho a permanecer callado, y todo lo que diga será usado en su contra”) “Brown” traspasó las fronteras de los fueros y academias para pasar a ser un tópico de la cultura popular norteamericana. Incluso generó dos buenas películas hechas para TV, que resultan sumamente interesantes para el interesado en estos temas. En 1991 se estrenó Separate but equal (dirigida por George Stevens Jr., y que en nuestro país está en video con el título de “Separados pero iguales”), con Sydney Poitier en el rol de Thurgood Marshall y Burt Lancaster como John W. Davis. Y en 1993 se realizó Simple Justice (dirigida por Helaine Head), que pasa por ser una adaptación dramatizada del completísimo estudio sobre el caso que escribió Richard Kluger en 1976.



Se ha dicho que es “el fallo más importante de la historia de la Corte Suprema” , “un caso que definió los valores cardinales en la interpretación constitucional de los Estados Unidos” , “el fallo del siglo” y toda suerte de superlativos de ese tenor.

 Acaso lo sea. Pero lo importante, para nosotros, es recuperar el sentido simbólico de “Brown”. El caso marcó un antes y un después en la jurisdicción constitucional, que pasó de ser una instancia de adjudicación a una instancia de activa definición (y extensión) de derechos civiles.

No fue la panacea, ni la Corte norteamericana ha sido consistente en ese rol. Pero ese “descubrimiento” cambió el sentido práctico de la Constitución como género normativo, dando por tierra con aquella cínica observación del Juez Waite de que, para reclamar por la implantación de sus derechos, los ciudadanos debían recurrir a las urnas y no a los tribunales.