El período 2004-2005 de la Corte Suprema de los Estados Unidos (I)


En una serie de apostillas que postearé en lo sucesivo, voy a analizar los casos más importantes del ultimo período judicial de la Corte Suprema de los Estados Unidos.

El primer post de esta serie versa sobre el caso "Gonzalez v. Raich".

En la imagen: La acusada, Angel Raich, consumiendo marihuana durante su tratamiento.

El caso de la marihuana medicinal y una reafirmación de los poderes federales

En California (así como otros diez Estados de la Unión que han sancionado leyes similares) se admite desde 1996 el uso de marihuana con fines medicinales, estando allí autorizada su prescripción y cultivo para el alivio de enfermedades terminales. Dejando de lado las enjundiosas argumentaciones que la cuestión plantea en cuanto al tema de fondo, el caso que resolvió la Suprema Corte estaba enancado en un planteo de deslinde de poderes entre el Estado federal frente a los estados particulares. Y ello porque a pesar de la ley estadual, la DEA siguió reivindicando sus potestades para impedir la plantación de marihuana en base a la ley federal que no contemplaba las “excepciones medicinales”. Para poner en contexto las implicancias del caso, es conveniente aclarar que los propios estados están a cargo de la investigación y juzgamiento de los delitos de tráfico de drogas. La intervención federal, en los términos de la Controlled Substances Act, es en la práctica una vía incriminatoria residual, que no representa mucho más que el 1 % de los procesos por estupefacientes prohibidos.

El fallo, Gonzales v. Raich, fue decidido por una mayoría de 6 a 3 a favor de las potestades federales, algo sorprendente teniendo en cuenta que una de las características más definitorias de la Corte Rehnquist es la de ejercer un control constitucional proclive a decantarse por las competencias estaduales frente a las nacionales, y es por ello que se alude a la “revolución federalista” o el llamado “neofederalismo” como uno de los legados principales de la última década.

No puede dejar de advertirse a propósito de esto que la Corte no tiene una visión monolítica sobre el particular, ya que el bloque más “progresista” (Stevens, Souter, Ginsburg y Breyer) ha venido pronunciándose con reparos y disidencias sobre estos puntos y su visión ha sido más proclive a validar la legislación federal. Y no puede desconocerse que la cuestión no es muy propicia para soluciones rígidas, pues versa básicamente sobre la interpretación que se haga acerca de la “cláusula comercial” que autoriza al Congreso a regular el comercio interestadual.

La línea jurisprudencial iniciada en el New Deal, notoriamente instrumentado a través de programas de orden nacional, ha habilitado tradicionalmente la competencia federal, no sólo en lo que hace a la regulación de las características de los productos y el transporte que hacen a un vínculo mercantil, sino que entiende que el Congreso puede legislar sobre aspectos que de modo indirecto pueden repercutir en el flujo de ese tráfico.

Los casos típicos al respecto son los que han facultado al Congreso a sancionar leyes estableciendo salarios mínimos y horarios de trabajo, pero el principio parece evasivo, porque siempre es posible esbozar un encadenamiento consecuencialista para “demostrar” que la observancia de cualquier regulación local va a tener efectos secundarios que podrían observarse más allá de los límites en los que la norma tiene vigor.

Así lo dijo la Corte explícitamente en un caso de 1942, Wickard v. Filburn (317 U. S. 111). donde sostuvo la constitucionalidad de una regulación federal que imponía a los agricultores la observancia una cuota máxima de producción, aplicable también a los cultivos que se realizaban para el abasto del propio productor. Entre otras razones, se aplicó allí un razonamiento contrafáctico para justificar la conexión: si un agricultor está satisfaciendo sus necesidad con los productos obtenidos por él mismo, ese mismo hecho lo quita como potencial consumidor del mercado nacional, que consecuentemente ve deprimida su demanda.

El núcleo de la doctrina Filburn, repetido ahora en Raich, es que aunque se trate de un artículo que no va a entrar en el mercado nacional, de todas maneras su elaboración u obtención constituye una actividad de naturaleza “económica” y por eso mismo sujeta a la regulación federal en virtud de la “cláusula comercial”.

En este contexto debe decirse que la interpretación jurisprudencial expansiva que permitió un crecimiento sostenido de los poderes federales fue objeto de una importante revisión –restrictiva– en el caso “López” de 1995 (United States v. Lopez, 514 U. S. 549), en el que la Corte invalidó una ley federal que prohibía la tenencia de armas en zonas cercanas a los colegios. Allí la mayoría conservadora del tribunal supremo sostuvo que el Congreso carecía de facultades para regular actividades intraestatales que no tuvieran “naturaleza económica”.

En el caso que nos ocupa, la ley federal en cuestión (la Controlled Substances Act) parece versar claramente sobre una cuestión de carácter nacional. Pero es en cambio menos simple acertar con la justificación de por qué habría de darle preeminencia a esa punición genérica, vía la cláusula comercial federal, cuando el objeto de la regulación –de por sí excepcionado en la esfera local– está fuera del comercio y tampoco está destinado a trascender la frontera del estado que la autoriza. Las instancias inferiores habían tomado nota de estas circunstancias y habían declarado que la ley federal era inaplicable a la acusada Angel Raich, quien padecía de cáncer cerebral y cultivaba en su jardín la planta de cannabis exclusivamente para su uso personal.
Por supuesto, lo interesante de este caso es que la forma de resolverlo demandaba por parte de los jueces el ejercicio de una opción que no podía satisfacer simultáneamente a sus convicciones “políticas” y a sus criterios “técnicos”.

Se ha dicho que los jueces más “federalistas” (o, si se quiere, “centralistas”) son también los que tienen posiciones más liberales y propicias a aceptar los supuestos de legalización que se ventilaban en el caso: optar por la prosecución penal los satisfacerla en aquel primer aspecto, pero no en el segundo.

Y los jueces más conservadores y consagrados a rechazar toda iniciativa de desincriminación en materia de drogas son los que consistentemente han venido fallando a favor de los Estados: al repetir esa solución, estarían obligados a absolver a los acusados en contra de sus convicciones morales.

En cualquier caso, este conflicto en ciernes fue resuelto con aparente prescindencia de sus íntimas convicciones políticas, y los jueces no se privaron de dejarlo sentado por escrito. Los disidentes aclararon que estaban a favor de reconocerle validez a la ley californiana en base a su criterio de deslinde de facultades, independientemente de que no acordaban con su conveniencia y de que no hubieran votado por ella si les fuera dado hacerlo. Y la mayoría dicta la invalidación sin dejar de denotar alguna simpatía por la causa, pues luego de explicar el sentido de su fallo dice que los interesados en sostenerla deben encauzar su reclamo en el proceso electoral, y no en el judicial. Existe unanimidad, entonces, en la idea de que las cuestiones de constitucionalidad no consisten en bastantear su conformidad con la opinión de los jueces sino que deben dirimirse en base a los procedentes de la propia Corte.

La mayoría va a afirmar que la prohibición de la posesión o de la manufactura intraestadual son medios racionales para regular el comercio de ese producto. Toma nota de que, independientemente de su ilegalidad, la droga tiene un lucrativo mercado nacional y observa que por ello es plausible suponer que la marihuana cultivada para fines médicos puede ser ulteriormente usada para satisfacer la demanda existente y derivar en una fuente interna de provisión de la sustancia prohibida.

O'Connor fue la autora de la disidencia que suscribieron Rehnquist y Thomas. Allí se fustiga el criterio de la mayoría, que para ellos deja un vía abierta para “remover cualquier límite significativo de la Cláusula Comercial” y “amenaza con dejar toda la actividad productiva humana al alcance de la regulación federal”.

“El núcleo de los poderes de policía estaduales ha incluido siempre la autoridad para definir el derecho penal y para proteger la saludo, seguridad y bienestar de sus ciudadanos”, dijo O´Connor, agregando que “cualquiera fuera el acierto del experimento de California con la marihuana medicinal, los principios federalistas que han forjado nuestros fallos sobre la Cláusula Comercial requieren que ese espacio para experimentos sea protegido en este caso”. El juez Thomas, quien además de suscribir aquella disidencia escribió una ampliación de fundamentos, fue más allá y razonó que “si el Congreso puede regular esto bajo la Cláusula Comercial, entonces puede regular prácticamente cualquier cosa, y el gobierno federal dejaría de ser uno de poderes limitados y enumerados”.

Dicho esto, lo que interesa es explicar qué pasó con los dos jueces “estadualistas” que votaron en contra de la validez de la ley californiana. Lo que vemos es que el fallo sí se preocupa por justificar técnicamente el resultado al que arriban y de explicar el aparente apartamiento de la jurisprudencia anterior. En los votos pertinentes se recuerda que, si bien en López la Corte había rechazado como principio la regulación federal-comercial de “actividades no económicas”, tal regla estaba sujeta a una excepción que podía validar la legislación nacional en esas materias, en la medida en que fueran medidas “necesarias y convenientes” para ejercer los poderes conferidos al Congreso de la Unión (se trata de una derivación del conocido argumento de John Marshall en el famoso precedente de McCulloch v. Maryland). Se dice entonces que “cuando sea necesario lograr que la regulación del comercio interestadual sea efectiva, el Congreso puede legislar incluso sobre esas actividades intraestaduales que de por sí no afectan sustancialmente el comercio interestadual”. Tal premisa les permite a los jueces de la mayoría negar que exista un agravio federalista a partir de la prohibición nacional de la marihuana, ya que esa medida en particular está dada en el contexto de un sistema regulatorio más amplio (a comprehensive regulatory scheme) de una materia que sí tiene una incidencia económica interestadual.

Este argumento puede ser objeto de algunas reservas, tales como la que en el mismo fallo expresaron los disidentes. Si el quid de la cuestión pasa por la existencia de un “sistema comprensivo”, el Congreso podría evadir el control con el sólo recurso de deslizar la norma objetable dentro de una normativa más amplia. El argumento, empero, parecería plausible si ese accionar estuviese a mano de un sujeto privado, lo cual ciertamente no sucede con un Congreso que sanciona leyes en el marco de un procedimiento público y deliberativo. Allí mismo se observa un control que, si no fuese del todo eficaz, al menos haría que la maniobra resultara transparente, tal como apuntó Scalia.