El joven Alberdi


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El santo patrono de nuestro sitio, Juan Bautista Alberdi, nació en Tucumán el 29 de agosto de 1810, y es en conmemoración de esa fecha que se ha instituido en Argentina la celebración del día del abogado. Por ello se impone hacer una semblanza que todavía nos debemos desde la fundación de este blog, que de paso servirá para poner en autos del personaje a los visitantes extranjeros que constituyen más de la mitad de nuestro público según mis estadísticas.


Al efecto, y para no transgredir la economía de entradas que impone la estructura de un blog, ensayaremos unos trazos biográficos segmentados en fetas cronológicas, empezando lógicamente por el principio.

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Su padre, Salvador de Alberdi, un comerciante vasco que sintonizaba con las ideas roussonianas de la época, se hizo amigo de Manuel Belgrano durante la campaña de la Independencia, y se dice que de niño Alberdi jugaba con soldaditos sentado en la falda del general. Su madre, Josefa Rosa de Aráoz y Valderrama, era parte de la principal familia del Tucumán, por entonces una típica ciudad colonial de alrededor de cuatro mil habitantes. El matrimonio, casado en 1790, había tenido cinco hijos, de los cuales Juan Bautista fue el menor. Doña Josefa murió cinco meses después de su nacimiento. Salvador fallecería en 1822, a raíz de una súbita indisposición que lo aquejó en el acto de asunción en el que Bernabé Aráoz, pariente de la familia, estaba asumiendo el ostentoso cargo de “Presidente de la República del Tucumán”.

En 1823 un decreto del gobernador Martín Rodríguez instituyó una beca para que algunos jóvenes de las provincias recibieran educación en Buenos Aires. Los contactos de la familia Alberdi debieron haber influido en alguna medida. Ganó la beca por Tucumán y al año siguiente partiría para estudiar en el famoso Colegio de Ciencias Morales. Menos suerte tuvo en San Juan su contemporáneo Sarmiento, quien también se había inscripto y terminó perdiendo por sorteo con otro postulante.

Parece que Alberdi no la pasó muy bien en aquellos claustros, donde como tributo a su formación académica los alumnos se levantaban a las cinco de la mañana y debían soportar las severidades del reglamento y las escasas comodidades. Incluso llegó a abandonar el Colegio por los años de 1825 y 1826, pero no volvió a su provincia sino que por esos años se empleó como cadete en la casa de un comerciante. Por sublimación o por evasión, en esa época adopta el amor por las lecturas y descubre su veta musical: aprende a tocar el piano y la flauta, y de allí surgirán sus primeras “obras”, si cabe llamar así a dos folletos que publicaría más tarde: “El espíritu de la música” y “Método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad”.

Quiso el destino que el local donde trabajó el adolescente Alberdi quedara enfrente del mismo colegio, y por eso recuerda en su “Autobiografía” que “veía salir en cuerpo diariamente a mis ex colegas por tener sus cursos en la Universidad. Sin esta tentación peligrosa, yo hubiese quedado tal vez definitivamente en la carrera del comercio, y sido mas feliz de lo que he podido serlo en otra”.

Debido a la influencia del gobernador tucumano Heredia, al cabo fue indultado y reincorporado al Colegio. Allí se forjaría su amistad con varios condiscípulos llamados a cobrar notoriedad en los años posteriores: Félix Frías, Carlos Tejedor, Marcos Paz, Vicente Fidel López, y Miguel Cané (padre). Éste último fue quien lo llevó a vivir a casa de su propio abuelo -Mariano Andrade- en 1832, cuando el gobierno cerró el Colegio por falta de fondos.

Culminado su ciclo en el Colegio, Alberdi optó por tomar los cursos del Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires. La carrera de abogacía requería una primera etapa “teórica”, de tres años, al cabo del cual el candidato debía cumplir con una “práctica” de tres años que se hacía bajo la supervisión de la Academia de Jurisprudencia. Alberdi cursó en Buenos Aires los dos primeros años y, otra vez, movió las influencias de Heredia para conseguir que le permitieran rendir libre el tercer año en Córdoba. Las razones económicas y de salud que invocó para ello no fueron sinceras, pero lo cierto es que aprobó los exámenes y el gobernador cordobés Reynafé le dio el título por decreto del 16 de mayo de 1834. De vuelta al pago, pasaría el resto del año en su tierra natal, donde escribió la Memoria Descriptiva sobre Tucumán.

Alberdi vuelve a Buenos Aires en 1835 -el año bisagra en el que Rosas asumiría la suma del poder- con una carta de recomendación que le ha dado Heredia para un importante provinciano amigo suyo. Ese amigo no es otro que Facundo Quiroga, quien lee solícito ese recado y se ofrece a sufragar los estudios del joven en los Estados Unidos. Alberdi acepta, pero al día siguiente rehúsa el convite. Quizá su falta de confianza en el inglés, del que no tenía sino mínimas nociones por entonces, le disuadió de marchar hacia el norte en una nueva emigración.

Ya afincado en la ciudad que lo había deslumbrado, trabó relación con quienes serían sus dos grandes compadres de la “Joven Argentina”: Juan María Gutiérrez y Esteban Echeverría. Los tres estarían en el núcleo de un grupo de intelectuales bohemios y sofisticados que se reunían en la librería de Marcos Sastre y que animaban sus noches en las tertulias de Mariquita Sánchez de Thompson.

Ese mismo año Alberdi estaría enredado en amoríos con la joven Petrona Abadía, y fruto de esa relación nacerá su hijo Manuel, que acaso llevó ese nombre en recuerdo de su hermano mayor, a la sazón recientemente fallecido. Si bien al principio evadió sus responsabilidades como padre, Manuel usó su apellido y Alberdi lo ayudó ocupándose más tarde de procurar su educación en Europa, aunque se sabe muy poco de su vida ulterior.

Fuera de sus afanes mundanos, que combinaban un ejercicio part time del comercio, la preparación de ponencias a las prácticas jurídicas que necesitaba acreditar para ejercer la abogacía y la ocasional composición de valses y minués, Alberdi estaba fraguando su primer gran obra, el Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho.

Publicado a principios de 1837, está sustancialmente basado en las teorías de Savigny, que Alberdi había mamado a través de sus autores franceses favoritos, Lerminier y Lerroux, pero no es una elucubración snob ni está hecha desde una torre de marfil. De hecho, el Fragmento es una pieza que puede ser mejor leída al tiempo como un manifiesto de ruptura conceptual y como un intento de hacer una comprensión propia de los problemas nacionales.

Que no se diga que lo ignoramos todo porque no lo sabemos todo. Nosotros no somos abogados, no somos jueces, no somos maestros, no somos nada todavía: no estamos, pues, obligados a saberlo todo. Somos aún escueleros. La ignorancia nos pertenece. Escribimos para aprender, no para enseñar, porque escribir es muchas veces estudiar. Nada más lejos de nuestras miras que toda pretensión magistral. No podemos enseñar lo que nosotros mismos vamos a aprender

.”

Es que, como dice Canal Feijóo, desde el Fragmento Preliminar “todas las obras de Alberdi salen, quieren salir al menos, al encuentro de la oportunidad; bajo el mero aspecto formal cabe decir que se resienten siempre de la prisa que les impone esa afectación primaria, y que es el sentimiento de la perentoriedad de la cita lo que les otorga esa temperatura y esa desnudez a veces como cínica que les son características, esa desnudez del pensamiento y del estilo que tanto se parece a un desenvaine”.

Y con cierta arrogancia o candidez, según se mire, Alberdi va a adoptar una posición que, si la tuviéramos que describir hoy, es de epistemología posmo: no hay nada más realista que una buena teoría. Por eso dice que

(U)na nación no es una nación, sino por la conciencia reflexiva y profunda de los elementos que la constituyen (…) La idea engendra la libertad, la espada la realiza. La espada de Napoleón, de Washington, de Bolívar, es hija de la pluma de Montesquieu, de Descartes, de Rousseau (…) La libertad no brota de un sablazo, sino del parto lento de la civilización

”.

El ensayo es irregular: padece de veleidades de erudición que no cuajan bien con las dispersas lecturas con que se nutría Alberdi, y su hilación rapsódica impide hacer una síntesis que brinde un hilo conductor, pero los destellos de lucidez que lo pueblan justifican su lectura.

Sin ir más lejos, de allí sacamos la frase que da nombre a nuestro blog, que citamos ahora para poner puntos suspensivos en la historia de Alberdi hasta nuestra próxima entrega:

Se trata pues de considerar el derecho de una manera nueva y fecunda: como un elemento vivo y continuamente progresivo de la vida social; y de estudiarlo en el ejercicio mismo de esta vida social. Esto es verdaderamente conocer el derecho, conocer su genio, su misión, su rol. Es así como las leyes mismas nos mandan comprenderlo, porque es el alma, la vida, el espíritu de las leyes. Saber, pues, leyes, no es saber derecho; porque las leyes no son más que la imagen imperfecta y frecuentemente desleal del derecho que vive en la armonía viva del organismo social…”

“el derecho, como la geometría, existe por pocos puntos fundamentales y generadores, de suerte que la obra del jurisconsulto no sea otra que la percepción de las consecuencias, en la inteligencia de los principios

”.