La Corte Suprema de los Estados Unidos frente a la eutanasia: una mirada sobre las razones federalistas y administrativistas de Gonzalez v. Oregon

Una de los aspectos más importantes que tienen que ver con la función judicial es que los jueces no deciden los casos según sus propios criterios, sino conforme a un encuadramiento jurídico que en muchos sentidos limita su margen de discreción. Tales barreras técnicas a veces están sobredimensionadas, y derivan en ritualismos evasivos, pero son importantes para mantener la integridad de un sistema jurídico y preservar el rol de umpire de la magistratura sin entrar al campo de juego.

El caso que vamos a ver, resuelto ayer por la Corte Suprema de los Estados Unidos, seguramente será reportado brevitatis causa en gacetillas y noticieros como un hito jurisprudencial que consagra el controversial derecho a disponer de la propia vida.

Desde ya quiero aclarar que no es así, pero prometo al lector paciente -que se anime a seguir el hilo del post a sabiendas de su final abierto- una recompensa mayor que la que pueda tener al cabo de la dispensa de improbables y categóricas definiciones sobre ética médica y filosofía tanatológica, lo que nos excede notoriamente en SL≠SD.

La ley de Oregon en el marco del sistema federalista norteamericano

Oregon es el primer –y, hasta ahora, único- Estado de los EE.UU. que cuenta con una ley de eutanasia. La Death With Dignity Act fue aprobada en un plebiscito especial en 1994 y fue puesta a prueba tres años después en otra votación popular, en la que los electores del Oregon rechazaron la propuesta de derogación.

A diferencia de Argentina, donde la legislación “básica “ es común (igual en toda la Nación) y es sancionada por el Congreso federal, en el sistema norteamericano cada Estado tiene autonomía para dictar –salvo en la jurisdicción federal, que es de excepción- la legislación que se aplicará en su territorio. Por eso es que Oregon ha desincriminado la asistencia al suicidio y exime de responsabilidad civil y penal al médico que autoriza la prescripción de drogas letales a solicitud de un enfermo terminal.

Por cierto, lo hace bajo ciertas y determinadas condiciones de –digamos así- consentimiento informado. Los pacientes deben tener un pronóstico de vida no superior a seis meses, conteste en sendos diagnósticos dados por dos médicos distintos. La solicitud debe ser cursada por el enfermo estando en condiciones de discernimiento y plena capacidad mental. Esto también requiere certificación profesional y los médicos pueden oponerse si advierten signos de depresión en el paciente. Al cabo, éste debe realizar sucesivamente dos pedidos en forma oral y uno en forma escrita, firmado ante dos testigos que den fe de su actuar voluntario. La prescripción médica no puede ser inmediata, sino que está sujeta a un período de espera de dos semanas en el que el paciente puede desistir. Proveída la solicitud, el médico indica la droga letal y prepara el compuesto, pero la aplicación se la hace el propio paciente. El sistema sólo puede ser instado por aquellos que prueben ser residentes de Oregon, para evitar que personas de otros Estados requieran ser trasladados -luego de enfermar- a aquella jurisdicción a los efectos de solicitar la eutanasia allí legalizada.

Desde 1997, más de dos centenares de pacientes recurrieron a este procedimiento para poner fin a su vida.

El argumento contrario: la incidencia de la Ley (federal) de Sustancias Controladas

Lo que la Corte resolvió no fue un planteo de inconstitucionalidad de esa ley de Oregon, sino que invalidó un acto que la Administración Bush había dictado para prohibir a los médicos la prescripción de drogas letales en estas causas. Para ello se había invocado la aplicabilidad de una ley de naturaleza federal, de vigencia nacional, la Controlled Substances Act (CSA), que sólo admite la prescripción de medicamentos que tengan “un uso medicinal actualmente aceptado” ("currently accepted medical use," 21 U. S. C. §812.b); y sean recetadas para “un propósito médico legítimo” (21 U. S. C. A. §830.b.3.A.ii).

Cuando se sancionó la ley, algunos sostenían que en base a estas previsiones el Estado federal estaba en condiciones de intervenir y prohibir la prescripción a los médicos más allá de que lo que diga una ley estatal. El argumento, asordinado durante el gobierno de Clinton, fue retomado en 2001 y el entonces Procurador General John Ashcroft emitió una “regla interpretativa” declarando que las drogas prescriptas para asistir al suicidio no constituían un “propósito médico legítimo” en los términos de la CSA. Luego de varios fallos en su contra, la cuestión llegó a la Corte donde el caso se caratuló bajo el nombre del sucesor de Ashcroft, Alberto Gonzáles.

Flashback: Lo que la Corte dijo en 1997

Pero no era la primera vez que el tema de la eutanasia llegaba a los estrados del alto tribunal norteamericano. En Washington v. Glucksberg (1997) , la Corte tuvo que tratar la demanda interpuesta contra dos estados que habían prohibido expresamente el suicidio asistido en sus leyes locales. En esa oportunidad, la Corte dijo que los estados tenían motivos legítimos para justificar la prohibición, entre los que mencionó la santidad de toda vida humana, el aseguramiento de la probidad en el ejercicio de la profesión médica y el interés de evitar que los pacientes tomen una decisión bajo la presión que suscita una enfermedad terminal.

Ahora bien, reconoció allí mismo que la Constitución de los Estados Unidos guardaba silencio sobre el punto y que la cuestión tenía complejas aristas morales y jurídicas. El presidente de la Corte, William Rehnquist, que escribió el fallo, apuntó que “A lo largo y a lo ancho de la Nación, los norteamericanos están llevando a cabo un debate profundo y honres sobre la moralidad, la legalidad y sobre los aspectos prácticos del suicidio asistido por médicos. Nuestro fallo permite que ese debate continúe, como debe ser en una sociedad democrática”.

Apuntamos, de paso, que como resultado de ese debate hubo una ley prohibitiva que tuvo media sanción en 1999, pero luego perdió estado parlamentario al no ser tratada en el Senado Federal. La sanción de la ley hubiera sido con toda probabilidad una carta de triunfo para la tesis restrictiva, pero lo cierto es que no hay normas federales que aborden el punto. En síntesis, si parece viable que la autonomía legislativa de los Estados sea restringida –a caballo de la “commerce clause”- por el Congreso Federal, mucho más dudoso es que ello pueda darse válidamente a través de una interpretación sublegal de una dependencia del Ejecutivo, que además se instituye como reglamentación de una ley dada para otros propósitos .

El fallo sobre Oregon y su fundamento “federalista”

Es por eso que en su pronunciamiento, la mayoría de la Corte concedió que la autoridad federal –concretada en el titular del Departamento de Justicia- podía ser competente para emitir disposiciones regulatorias relativas a la CSA, pero que esa potestad no autoriza al Procurador General a prohibir la prescripción médica expresamente permitida por una ley local. Aceptar ello importaría, según el fallo, reconocer un “giro radical” del poder estadual hacia el poder federal.

En resumen, la razón que preside la invalidación está dada a favor de preservar el ABC del federalismo tal como se estructura en el sistema de gobierno norteamericano. “Los principios basilares de nuestro sistema federal –dijo la mayoría- contradicen la noción de que el Congreso pueda usar una fuente de autoridad tan oscura para regular áreas tradicionalmente supervisadas por el poder de policía estadual”.

Recordamos que en un fallo del año pasado, que reportamos aquí –haciendo alguna precisión de doctrina sobre la evolución de la “cláusula federal” en la jurisprudencia- la Corte se decantó a favor de las potestades federales en el caso Gonzales v. Raich, explicando que la Controlled Substances Act puede prevalecer ante una ley local, vía la cláusula comercial federal, a los efectos de sostener la prohibición de tenencia y cultivo de marihuana que en California y otros estados se admitía por prescripción medicinal para el alivio de enfermedades terminales.

En ese caso hubo también una disidencia de tres jueces (suscripta por O'Connor, Thomas y el luego fallecido presidente Rehnquist) quienes se opusieron al vislumbrar con inquietud la adopción de un criterio que en su opinión dejaba una vía abierta para “remover cualquier límite significativo de la Cláusula Comercial” y amenazaba con “dejar toda la actividad productiva humana al alcance de la regulación federal”.


Ahora, la Corte ha dado nuevas pruebas de su vocación federalista, al decir que la ley federal de Sustancias Controladas y su jurisprudencia “respaldan claramente la conclusión de que el Congreso (federal) regula las prácticas medicinales en punto a impedir que los médicos hagan uso de sus prescripciones farmacéuticas con el fin de llevar a cabo lo que en el entendimiento normal constituya un tráfico ilícito de drogas. Mas allá de ello, sin embargo, la ley no manifiesta ninguna intención de regular la práctica de la medicina en general … La estructura y la implementación de la CSA presume y se apoya en un ejercicio de la medicina que es regulado por el poder de policía de los Estados". Así, concluye la mayoría, “es difícil de defender la declaración del Procurador General de que el estatuto incrimina de modo implícito el suicidio asistido médicamente”.

El argumento “administrativista” de la minoría

Los jueces disidentes, entre los cuales se enrola –quedando por primera vez en minoría- el nuevo presidente John Roberts, dieron su parecer en una opinión firmada por Antonin Scalia. El tercer mosquetero fue Clarence Thomas, quien agregó además una opinión personal concurrente con algunas precisiones de menor calado.

El argumento básico de esta posición se concentra en dar pábulo al criterio gubernamental de que la asistencia al suicidio no puede tener un propósito médico legítimo. Si algún significado puede asignársele a ese término, escribe Scalia, es seguro que excluye la prescripción de drogas que produzcan la muerte. Además, apunta que la cláusula comercial que habilita la intervención federal en cuestiones estaduales ha sido interpretada históricamente de modo extensivo para permitir las regulaciones dadas con el propósito de proteger la moralidad pública.

Mi idea es que lo que dice Scalia es plausible, pero inatinente. Para poder resolver bien el caso, no basta con afirmar que Ashcroft hizo una interpretación válida de la CSA (es decir, verificar la compatibilidad de ley contra reglamento), sino que debe analizarse si esa interpretación es consistente con la esfera de potestades constitucionalmente deferidas a la autoridad administrativa federal (es decir, leer el reglamento interpretativo a la luz de la Constitución). En cuanto al argumento que formula sobre la cláusula comercial, el mismo parece ser relevante si lo que estuviera en juego fuera una ley restrictiva del Congreso, pero no cuando la prohibición se ha inferido implícitamente y postulado por vía de reglamento.

Conclusiones

Lo interesante del fallo es cómo el encuadramiento legal resulta tan decisivo para el resultado. Si se sigue el razonamiento de la mayoría, que entra al tema por la puerta del federalismo, la solución es inobjetable: no puede admitirse que una reglamentación del Poder Ejecutivo federal quiera atribuirle a las palabras de la ley una significación dirigida a privar de efecto la normativa estadual que ha sido válidamente dada en ejercicio del poder de policía local.

A esto se suma la nada desdeñable circunstancia de que hay allí (diríamos con lenguaje criollo-francés) una “desviación de poder”, pues lo que se quiere hacer es usar el reglamento de una ley que regula el comercio de drogas para prohibir una práctica medicinal que el Estado de Oregon, equivocado o no, ha autorizado.

Cierto es que también parece muy sólida la argumentación de la minoría, si se lee el caso desde el contexto de las potestades interpretativo-reglamentarias del Ejecutivo. No puedo dar aquí, por razones de extensión, una idea fiel de la densidad doctrinaria que esgrime Scalia, siempre irónico y por momentos brillante, pero no puedo dejar de simpatizar con la mayoría por un simple argumento consecuencialista: si no hay derechos constitucionales involucrados –me remito a lo dicho por la Corte en Glucksberg-, aceptar la estrategia “interpretativa” de Ashcroft puede ser muy peligroso para la autonomía de los Estados. El mismo criterio podría ser invocado ulteriormente para avanzar sobre cuestiones reguladas localmente si se encuentra en la vasta legislación federal preexistente algún concepto general que pueda ser conducida a una interpretación discernida para favorecer la tesis centralista. Por eso, la fuerza del argumento queda claramente debilitada tan pronto como advertimos que ese criterio importa que la federalización o desfederalización de ciertos temas podría quedar sujeta a los vaivenes de la discrecionalidad reglamentaria del Ejecutivo.

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El fallo, Gonzales v. Oregon (Docket No. 04-623)., puede leerse en este link
La nota del Washington Post puede verse aquí y la del New York Times, aquí.