Fuller y las exigencias mínimas del derecho

Al preparar una ponencia para el Encuentro de Jóvenes Profesores de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional, estuve revisando una fábula interesantísima y ya algo olvidada de nuestro admirado Lon L. Fuller.

Es el mismo autor que escribiera el famoso "caso de los exploradores de cavernas", una pieza imperdible tanto para neófitos como para iusfilósofos de fuste. Publicada en 1949 en el Harvard Law Review ("The Case of the Speluncan Explorers, 62 HARV. L. REV. 616 ), hace poco fue reeditado el opúsculo por Abeledo Perrot -en traducción de Genaro Carrió- y Walter Carnota hizo un comentario que puede servir de aperitivo para los que no lo conozcan:

Como se recordará, su objeto versa sobre exploradores que quedan atrapados dentro de una caverna, y matan a uno de ellos para sobrevivir. Rescatados los supervivientes, son condenados por homicidio en primera instancia. La historia narra el fallo de la Cámara de Apelaciones. Quizás una de sus principales contribuciones sea marcar nítidamente los perfiles de la función judicial. Así, la contraposición entre los que podríamos denominar “jueces valoristas” y los “jueces silogistas” se hace harto patente. Dos magistrados toman senderos férreamente legalistas, mientras que otros dos (incluso el muy logrado juez Foster) adoptan posturas desde la jurisprudencia realista de los valores (“value-oriented jurisprudence”). El sentenciante restante despliega todo un esfuerzo dialéctico, para finalmente declararse incompetente.


Volviendo a lo nuestro, y prescindiendo de la lectura "procesalista" que propongo en el paper, quiero compartir otra historia de Fuller -la fábula de Rex- con los lectores del blog, ya que no es muy conocida y la edición que existe en nuestro idioma de su libro "La moral del derecho" es casi inconseguible.

Aclaro que no es transcripción literal, sino una glosa un tanto libre, sintética y reversionada, de la historia en cuestión.

Érase una vez un rey muy pero muy bueno . . .


La historia empieza así:

Rex subió al trono lleno del celo de un reformador. Consideraba que la falta más grande de sus predecesores se había manifestado en el campo del derecho. Durante generaciones, el sistema legal no había sabido lo que era una reforma básica. Los procedimientos judiciales eran engorrosos, las normas legales estaban escritas en la lengua arcaica de otra época, la justicia era costosa, los jueces eran negligentes y algunas veces corrompidos.

Rex estaba genuinamente preocupado por llevar justicia a su pueblo, y su primer acto, cuenta Fuller, fue dramático y oportuno: asumió en su persona todos los poderes legislativos y judiciales del reino.

Al principio, en los dictums de Rex no había ningún patrón discernible: les faltaba generalidad. Se guiaba por su intuición de justicia, y quizá a veces acertaba, pero todas sus decisiones eran dadas con relación a cada uno de los casos que trataba en ese momento.

Rex entendió pronto que la tarea no podía ejecutarse de ese modo. Por eso tomó cursos de técnica legislativa e hizo un código legal, pero -algo inseguro de su incipiente sabiduría- decretó que el código sería un secreto de Estado. No tardaron en rebelarse sus súbditos, frustrados por la perspectiva de que se les exija el cumplimiento de leyes que no tenían manera de conocer, es decir, de un derecho carente de publicidad.

Rex quiso disolver el problema anunciando que todos los años publicaría un digesto con las decisiones tomadas en los casos del año precedente, incluyendo sus motivaciones. Con eso esperaba tener la ventaja de la visión retrospectiva que permite contar con una base mayor de supuestos particulares. Por la misma razón, dijo que sus decisiones no debían considerarse como necesariamente aplicables a casos futuros. Nuevamente sus habitantes se quejaron, y con razón, pues con mucho respeto le explicaron a Rex que el derecho no podía aplicarse con un criterio de retroactividad.

Desalentado, a Rex no le quedó más alternativa que publicar el Código, que a esa altura ya tenía un sistema de reglas muy complejo. Así fue que cuando lo hizo, se vio que era muy difícil de entenderlo, tanto para los abogados como para los profanos, y los así súbditos no podían tomar noticia de cuál era la conducta que supuestamente se suponía debían seguir. El derecho de Rex, carente en la práctica de comprensibilidad, era ineficaz y no podía ser observado por la población.

Lo que hizo Rex entonces fue comisionar a un grupo de expertos para que hicieran una revisión completa al Código y eliminaran sus ambigüedades y oscuridades. Pero el resultado fue también lamentable, pues a poco que se empezó a aplicar se advirtió que estaba lleno de contradicciones, que las conductas eran simultáneamente fomentadas y reprimidas, que no había ninguna regla que no quedase anulada por alguna otra. Carecía pues, de una pauta básica para todo derecho que quiere estructurarse lógicamente, cual es la de atenerse al principio de no contradictoriedad.

Rex se preocupó por el caos y la anomia y quiso ser riguroso. En la próxima versión de su magno código eliminó todas las contradicciones y se empeñó en reforzar al extremo las exigencias impuestas en orden a la observancia de las leyes. Pero fue demasiado lejos en ese afán, pues sus leyes demandaban obligaciones incumplibles y penas desproporcionadas (por toser, desmayarse o caerse en presencia del rey se imponían diez años de prisión). Los intentos de implementar este sistema draconiano derivaron en una serie de revueltas y protestas que llevaron a Rex a desistir de su aplicación. En voz baja, entonces, comprendió una nueva verdad: el derecho no puede exigir lo imposible, y por eso tiene que caracterizarse por su acatabilidad.

Al cabo, y luego de pasar un largo tiempo trabajando en una última reforma, Rex llegó a contar con un código técnicamente irreprochable. Era consistente, claro, se distribuía gratuitamente, no exigía nada que razonablemente no pudiera cumplir. Sin embargo, cuando entró en vigor, el sistema y los conceptos del código habían sido superados por los sucesos y por la vida real. Esto obligó a una interminable sucesión de enmiendas y declaraciones rectificativas de Rex, hasta que finalmente nadie pudo confiar en la vigencia de una norma si no consultaba el boletín oficial del día de la fecha. A esta versión del derecho imperial de Rex le faltaba estabilidad, y se trata de un ideal demasiado fuerte como para prescindir de él en cualquier sistema juridizado.

Desconcertado, Rex declaró que debía reasumir en su persona la tarea de juzgar y dirimir todos los casos de su reino. Se entregó por completo a la tarea y sus juicios no tardaron en revelar notable perspicacia y enjundia argumentativa. Sus fallos llenaban prestamente las lagunas y evitaban los resultados injustos de las leyes existentes, al tiempo que encauzó su interpretación con criterios de versatilidad que le permitían dar pronta respuesta a los problemas puntuales sin modificar el Código. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, a medida que se iban publicando los tomos de las decisiones de Rex, los ciudadanos advirtieron que la relación entre sus fallos y lo estipulado en el Código iba menguando hasta perderse por completo. No obstante ello, Rex siempre sostenía que estaba sujeto al Código y que este era la única ley (suprema) que estaba aplicando. A esta última versión del derecho de Rex le faltaba, pues, coherencia institucional.


La "moral interna" del derecho


Esa fábula –muy propiamente titulada “ocho formas de fracasar en la creación del derecho”- le sirve a Fuller para apuntar, por contraste, cuáles son las exigencias de lo que él entiende como la “moral interna” del derecho. Se trata de características muy especiales, porque si bien no suponen el recurso a un ámbito axiológico o iusnaturalista, al mismo tiempo –y sin estar positivizadas- limitan y descalifican como “derecho” a todo mandato que se aparte de esos cánones. Por eso, Fuller compara la moral interna con las leyes naturales de la carpintería, “que son aquellas que respeta el carpintero que quiere que la casa que construya se mantenga en pie”.

Prima facie, los iusfilósofos suelen suscribir con aprobación los ocho puntos de Fuller, aunque algunos discuten su entidad “moral” y otros señalan su sospechoso parentesco con ideas a priori mucho menos “iusnaturales” como el viejo rule of law y la tan mentada “seguridad jurídica”.

Por su parte, Fuller explica que "lo que yo he llamado la moral interna del derecho es, en este sentido, una versión procesal del Derecho Natural (...) el término procesal es adecuado de una manera general para indicar que lo que nos importa no son los objetivos sustantivos de las normas legales (NdlR: o sea, que no se asume iusnaturalista "de fondo"), sino las formas en que debe ser creado y administrado un sistema de leyes para gobernar la conducta humana si ha de ser eficaz y desea al mismo tiempo seguir siendo lo que pretende ser".

En suma: para hablar de un sistema de reglas que pueda ser calificado de "derecho", tenemos que verificar la concurrencia -en general- de un conjunto de propiedades mínimas para las normas que lo componen: 1) generalidad; 2) publicidad; 3) no retroactividad; 4) comprensibilidad; 5) no contradictoriedad; 6) acatabilidad; 7) estabilidad y 8) coherencia institucional, esto es, congruencia entre la acción oficial y la ley declarada.



El tema da para mucho más, pero espero haber sido un fiel contador de este querible cuentito, y -con suerte- estimular a que lean a Fuller.


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Una bibliografía básica para estudiar las exigencias del derecho postuladas por Lon L Fuller debe empezar, desde luego, por el capítulo II de su libro “La moral del derecho”, Trillas, México, 1964 (en ps. 43-107).

Hay sobre ello, y limitándonos a las fuentes iberoamericanas, sendos estudios actualizados que retoman el planteo a la luz de nuevos debates contemporáneos: me refiero al de Rafael Escudero Alday, “Positivismo y Moral Interna del derecho” (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000) y al de Federico Arcos Ramírez, Una defensa de la moral interna del derecho (artículo publicado en la Revista “Derechos y Libertades”, 10, 2002, pags. 35-63, disponible aquí en pdf).

También puede consultarse con provecho el capítulo 7 de la “Teoría del derecho” de J.G. Riddall, sobre el debate Hart-Fuller, donde refiere y expone la parábola de Rex (Gedisa, Barcelona, 1999, ps. 109-118).