Sobre los principios de la razonabilidad constitucional y los perros "mordedores"

En el clásico pirulo de tapa de un diario local sale hoy esta curiosa viñeta


INCOMUNICADO

Manifestantes de SOS Animal y Activistas Animalistas, muchos de ellos con sus perritos, se concentraron ayer frente al Centro Antirrábico de Lima al grito de: “¡No maten a Lay Fun!, ¡es un héroe popular!” Lay Fun es un rottweiler que días atrás mató a dentelladas a un ladrón y dividió al país entre quienes lo consideran un héroe y los que piden que sea sacrificado. La activista Lucero Luján dijo que pudo ingresar al Centro y comprobó que el can se encuentra “en buen estado de salud”, descartando temores sobre un posible “estado de estrés y depresión que habrían podido afectarlo a raíz de su encierro en cuarentena e incomunicado en la celda A-46”.

Varias cosas nos dan gracia de esto: la primera de ellas surge la de aplicarle la terminología propia del proceso penal ... a un perro. Me pregunto si Lucero Luján piensa que lo llamarán a declarar luego de levantarle la incomunicación.

No queremos dejar de señalar que hoy por hoy el tema es una cuestión nacional en el Perú. Este post tiene hasta ahora 229 (!!) comentarios sobre el tema, casi todos de apoyo al perro, uno de los cuales propone, sin más ni más, LAY FUNG (sic) A PALACIO DE GOBIERNO! Y en este otro blog figura también el alusivo banner que ponemos acá.



El análisis sociológico daría para mucho -y es obvio que todo esto tiene mucho que ver con el discurso desde y sobre la inseguridad urbana- pero podríamos ponerlo como la versión veterinaria de la discusión generada en Argentina por el caso del Ingeniero Santos. Dejando de lado todo ello, detrás de esta superficie algo bizarra hay cosas más importantes.


¿Los animales tienen derechos?

Aquí tomo partido: mi respuesta categórica es que no.
El único sujeto de derechos es el hombre de carne y hueso. Luego podremos pensar en ficciones ortopédicas que postulen, por caso, derechos de las generaciones futuras, derechos difusos, etc.

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Claro que hay mucha doctrina en sentido contrario, de buena estirpe. Hasta nuestro superprolífico colega Cass Sunstein escribió -en coautoría con Jeff Leslie- un paper al respecto ("ANIMAL RIGHTS WITHOUT CONTROVERSY", que puede descargarse en este link como Pdf) y recordaba que en el emblémático año de 1789, nada menos que Jeremy Bentham escribía que:

“The day may come when the rest of the animal creation may acquire those rights which never could have been withholden from them but by the hand of tyranny. The French have already discovered that the blackness of the skin is no reason why a human being should be abandoned without redress to the caprice of tormentor. . . . A full-grown horse or dog is beyond comparison a more rational, as well as a more conversable animal, than an infant of a day, or a week, or even month, old. But suppose the case were otherwise, what would it avail? The question is not, Can they reason? Nor, Can they talk? But, Can they suffer?”

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Para mí, las normas que protegen a los animales son normas vicarias que ordenan o prohíben cosas en la medida en que encuentren involucrados intereses humanos, ya sea materiales - concretos (preservación de especies útiles, subsistencia de las precondiciones de un ecosistema, etc.) o culturales - intangibles (prohibimos tratar con crueldad a los animales, según yo creo, no porque éstos tengan derecho jurídico a no sufrir, sino porque hay razones de moralidad estrictamente humana por la que la agresión gratuita repugna a nuestra sensibilidad como personas). Dicho brutalmente, el derecho es antropocéntrico.

No siendo sujeto de derechos, el animal no es sujeto de castigo: no es sensato decir que Lay Fun está amenazado con la "pena de muerte". Si se lo quiere ver desde otro lado, adviértase que con los animales aceptamos sin remilgos lo que casi todo el derecho contemporáneo no consiente: la sumaria eutanasia para evitar sufrimientos, el destino habitual de los caballos con la pata quebrada.

Resumiendo: para el Derecho, el animal es una cosa, bien privado y propiedad de su dueño en el caso de Lay Fun. Es desde ese ángulo que debemos pensar cuáles son las restricciones admisibles a su tenencia. Restricciones que, incluso, pueden aplicarse a su propio dueño: no consentiríamos que éste martirice a un perro, por más "suyo" que sea, del mismo modo que puede prohibirse la acumulación de basura en un terreno propio.

En su columna dominical, un cronista de “El Comercio” decía con razón que

Los reportajes han coincidido en abogar por la vida del perro, interpretando la legislación a su favor. Sin embargo, faltó explorar más un tema colateral: el peligro que para cualquier ciudadano inocente, incluyendo los propios dueños, supone la tenencia de un perro entrenado para agredir o encerrado en condiciones que lo vuelven impredecible.

Aunque sea obvio, parece pertinente resaltar que pertenece al ámbito del mero sentimentalismo el pontificar sobre si Lay Fun es “inocente” o “culpable”. Las buenas bestias que pasan por el rifle sanitario en los brotes epidémicos no tienen la culpa de nada, pero igual existe la obligación del Estado de proveer a la salud de sus ciudadanos y la de evitar, en el caso de epidemias, daños mayores.

Entonces, para ver qué pasa con los “perros mordedores” tenemos que ver cuál es la ponderación de su peligrosidad, y esa medida nos va a decir bastante sobre las líneas de acción posible. Como el animal tiene instinto -a diferencia de una persona, que tiene libertad- es posible trazar un pronóstico de conducta, y si ello importa peligros para terceros, algo habrá que hacer al respecto.

En la línea de acciones posibles para ese algo está, desde luego, el sacrificio del animal.

La clave: el principio de proporcionalidad

Entonces, para evaluar la razonabilidad de la medida tendremos que proseguir a través de una línea de preguntas tendientes a discernir, en el caso:

(a) la existencia de un fin constitucionalmente legítimo como fundamento de la interferencia en la esfera de los derechos;

(b) La adecuación o idoneidad de la medida adoptada en orden a la protección o consecución de dicho fin;

(c) La necesidad de la intervención, del sacrificio o afectación del derecho que resulta limitado, mostrando que no existe un procedimiento menos gravoso o restrictivo;

(d) La proporcionalidad en sentido estricto, que supone ponderar entre daños y beneficios. Para que una injerencia en los derechos fundamentales sea legítima, el grado de realización del objetivo de intervención debe ser por lo menos equivalente o proporcional al grado de afectación del derecho fundamental. Se trata, por tanto, de la comparación de dos intensidades o grados: la realización del fin de la medida examinada y la afectación del derecho fundamental.

El precipitado de este examen, ay, puede ser engañoso y multidimensional, y aquí deberemos decir que este comparativo puede incluir asimetrías muy dilemáticas, como el caso de un beneficio modesto, pero del que se aprovecha la totalidad de la población, a costa de una intensísima injerencia prohibitiva en los derechos de un subgrupo muy específico.

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La historia y las proyecciones de estas pautas -los tres últimos son los llamados subprincipios de proporcionalidad- están exhaustivamente estudiadas en la magnífica obra de Carlos Bernal Pulido, “El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales”, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003, y allí nos remitimos para toda indagación exhaustiva sobre el punto. Ese test de proporcionalidad tuvo su impulso inicial en el Tribunal Constitucional alemán, y también ha sido aplicado en nuestra región por la Corte Constitucional de Colombia y por el Tribunal Constitucional del Perú (p.ej., en el fallo que comentamos en un post del año pasado); entre nosotros, lo hemos visto aplicar en un fallo de este año de Aída Kemelmajer de Carlucci en la Suprema Corte de Mendoza, a raíz de una ordenanza que prohibía la actividad de los “limpiavidrios” en las calles de esa ciudad.


En el caso de Lay Fun, la constitucionalidad del fin -presente- propende a la seguridad de la población, y no es difícil establecer que si ayer Lay Fun mató a dentelladas a un ladrón no lo hizo en el ejercicio de una legítima defensa de terceros. Ergo, mañana puede matar a un niño que vaya a la cochera a buscar una pelota.

Cuando nos posicionamos en el segundo estadio (adecuación) y teniendo en cuenta la consecuencia esperable de de impedir todo daño posterior postulable, no cabe duda que el sacrificio del animal es un fin idóneo a esos efectos.

Lo que genera más dudas es el hecho de verificar si el Estado no podría mostrar que está en condiciones de arbitrar un procedimiento menos gravoso o restrictivo -para el propietario del animal- que recurrir al sacrificio, con las plausibles consecuencias materiales y emocionales disvalorables que para él ello comporta. En ese aspecto, podría pensarse en una medida alternativa de reubicación del perro en una zona no urbanizada, que sería acaso igualmente idónea y, como lo quiere nuestro test, menos restrictiva del derecho del dueño.

Más allá de lo que pase luego con nuestro mastín, lo interesante es ver como éste test más facetado, más “técnico”, nos resuelve el caso de una forma más comprensiva de las complejidades del problema: el “clásico” test de razonabilidad de la Corte Suprema Argentina (razonabilidad como “adecuación de medios a fines”) obliga a pesar en la misma balanza elementos cuya ponderación es mejor surtida por separado y en esa melange se esconden amplias brechas de discreción y arbitriedad para el juzgador...

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P.D. penalista. Pregunta para la línea pedagógica Sancinetti, amante de las complicaciones de los casos. Si yo soy dueño de un perro entrenado para atacar, y -llevándolo conmigo- le doy la orden de que muerda a una persona con quien he tenido un disgusto. ¿Soy imputable como autor? Me parece que sí, en la medida en que yo haya tenido dominabilidad del hecho del que resultaron lesiones ...