¿Debe el Estado consentir la autopuesta en peligro del individuo?

Los paternalistas dirán que no. Los liberales dicen … por qué no. Parece que tienen razón, no es función del Estado inmiscuirse en mis asuntos, dictaminar sobre mis opciones de vida, ni disuadirme de los riesgos que voluntariamente quiero asumir.

Frente a la autopuesta en peligro, el Estado puede hacer alguna o varias de estas cosas:

1. Nada.

2. Advertencias: cuidado, usted está fumando algo que le va a hacer muy mal, sépalo. Pero no hay coacción. O, si la hay, se da del modo 2A ...

2A. Suprimir una garantía. Por ejemplo: si yo estoy circulando en infracción, y me lastimo en un accidente así provocado, pierdo el derecho a reclamar daños: es una pérdida específica de la garantía de intangibilidad de la persona. Otro ejemplo: si yo firmé un contrato de objeto prohibido, y la contraparte no me da el sinalagma, no puedo exigir indemnización: es una pérdida específica de la garantía de la intangibilidad del patrimonio.

3. Regular: restringir una actividad o prohibirla. La coacción implica restricciones a ciertas libertades, habida cuenta de que, como dice la Constitución, los derechos se ejercen “conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio”.

4. Penalizar: se amenaza con la pérdida de libertad, por cierto tiempo, a los efectos de “rehabilitar” al sujeto. Ocurre por ejemplo con el consumo de drogas, aunque hay consenso en que la autopuesta en peligro no es punible si no supone lesividad para terceros.

5. Inhabilitar: se supone que el sujeto ha perdido su capacidad de hecho. Se presume que el peligro no estuvo en “el acto” x, sino en el mismo autor, que se encuentra alienado. Ya no podrá ejercer actos jurídicos por sí solo, y necesitará un curador, hasta que sea rehabilitado. En el ínterin, se lo somete a un “tratamiento”, por tiempo indeterminado.

A la pregunta del post, y trazando una diagonal, nosotros daremos la siguiente respuesta: en principio no.

+ Premisas

Ordenarse en un debate sobre el qué hacer requiere, primero, asumir que por cada peldaño que avance el Estado en esta escalera, se necesita asumir que hubo ciertamente buenas razones para actuar. Que a cada peldaño, el peso de estas razones se debe duplicar en progresión geométrica. Y que, en principio, no tiene que hacer nada. La carga de la prueba, por así decirlo, está a favor de la libertad.

Ordenarse en el debate requiere, segundo, distinguir entre estas dimensiones. Quiere un dogma liberal que toda regulación es en sí misma autoritaria, arbitraria y mala. Creemos nosotros que muchas regulaciones no lo son. También se supone que las regulaciones generan ineficiencia, o suponen ideas de estatismo rancio. No es así: el mercado telefónico tiene un número de regulaciones mucho mayor que el que había en los ochenta, y ello no implica que la eficiencia del servicio sea peor (de hecho es mucho mejor) ni impidió que se haya pasado del monopolio estatal a una concurrencia entre privados, primero acotada a los dos ganadores de las licitaciones, luego ya más libre y permitiendo el ingreso de nuevos jugadores.

Ese mismo dogma liberal tiene un arma secreta, pero prohibida en discusiones leales: tomar una regulación absurda y suponer que ello implica la nocividad de toda regulación.

Toda regulación tiene asociados costos de corrupción, claro. Nadie es tan ingenuo para negarlos. Pero partimos de la premisa de que las leyes cumplen con los estándares de calidad Fuller ®, no de que las leyes son absurdas.

La existencia de un árbitro, la posibilidad de su corrupción, incluso la posible irracionalidad de alguna norma del reglamento, no desmienten el hecho obvio de que el fútbol que se juega con reglas, líneas y travesaños es más lindo e interesante que aquellos partidos donde “vale todo” y los postes son un pilón de ropa.

Pero no vamos a portar ahora tampoco el arma secreta del dogma autoritario: tomar una regulación buena y suponer que ello implica la bondad de toda regulación.

Finalmente, ordenarse en el debate requiere tomar conciencia de que no toda regulación se asocia a pautas morales. No hay nada inmoral en cruzar por el medio de la calle. Sin embargo, el Estado ha dictado leyes que me obligan a cruzar por la esquina. Esta obligación no está impuesta con una coacción “tipo 4”, y –descartando las posibles pero improbables multas “al peatón”- la preferencia estatal se expresa de modo indirecto, tipo “2A": si el que cruzó por el medio de la calle es llevado por delante, su pretensión indemnizatoria se verá menoscabada por haber “culpa de la víctima”. Finalmente, aceptar esto conceptualmente no implica darle carta blanca a un tirano que vaya a regir mi conducta cuando y como quiere.


Razonando con ejemplos: cuatro casos donde el Estado te cuida de ti mismo

Veamos ciertos casos normales de las formas en que el Estado actúa cotidianamente para evitar la autopuesta en peligro.

A. No permite que yo me someta voluntariamente a un contrato de trabajo donde la jornada laboral sea de 18 horas.

B. No permite que yo construya una casa con ladrillos en pandereta (se requiere que las paredes medianeras sean de 30 cm., creo).

C. No permite que yo ingrese a un lugar de reunión donde la capacidad se encuentre excedida.

D. No permite que yo compre medicamentos que no contaron con previo testeo y verificación del ANMAT (nuestro FDA).

Estos cuatro ejemplos de regulaciones estatales no tienen otro fin que el de evitar la autopuesta en peligro. En todos ellos, sería teóricamente posible pasar de la “actitud 3” a la actitud “2”. Advertirle al obrero que es explotado en un taller que eso le puede hacer mal. Advertirle al ocupante de la casa que se le puede caer encima. Advertirle al callejero de que está ingresando a un Cromañón en ciernes, y que lo hace a su propio riesgo. Advertirle al abuelo que nadie asegura que las pastillas que compra sean un medicamento probado.

Incluso podríamos pasar a la actitud “1”: prescindir de toda advertencia. A la larga, la gente va a aprender por sí sola que la explotación laboral es mala para su autorealización, que ahorrar en ladrillos es peligroso, que sólo hay que confiar en laboratorios “certificados”, etc., etc.

(continúa en el siguiente post)