Argentina - Alemania | Opinión del Juez Dr. Juan Carlos Maqueda

Mi nombre es Juan Carlos Maqueda. Soy el representante de Córdoba en la Corte Suprema. Me gusta mucho el TC, el fútbol del interior, leer a Sartre y escuchar a ABBA y a Leonardo Favio. Como sabrán, yo no hablo por la prensa ni doy entrevistas. Y debe quedar claro una cosa, señores de Newsweek, los jueces hablan solo por sus sentencias y a través de los blogs.

Bueno, traguemos saliva y empecemos: a punta de pistola me comprometieron por una cuestión de "cábalas" a seguir. Con el argumento de que me tocaba a mí por orden alfabético, me pusieron en el peor lugar, y se que la función que me toca es hacerme cargo. A lo largo de mi vida he visto veintisiete equipos cordobeses ascender y descender, uno atrás del otro. Por eso soy el indicado, creo, para este momento final y fatal. Acá va.


El partido y el Síndrome de Cassandra.

Espectacular, si se lo ve sin el prejuicio del resultado adverso, y esa fea sensación que nos queda dentro nuestro.

Fueron dos fuerzas de la naturaleza golpeándose duro con todo el libreto del fútbol de posesión, sin round de estudio ni especulaciones, sin renunciamientos. Hubo un momento en el segundo tiempo en el que la pelota estuvo siete minutos en juego continuo sin salir afuera ni que nadie corte con foul. Y en ese lapso, esa pelota pasó dos veces por cada área, de ida y vuelta, con un par de chances netas para cada equipo. El partido durante un largo tiempo fue un gran dado dando vueltas y que podía caer para un lado o para el otro.

Por eso, en un partido de vendaval, con trámite de cómic japonés, el 4 a 0 es mentiroso.

No analizaremos las tácticas en detalle, algo inoficioso en este estadio del proceso. Importan las narrativas y las ideas del disfrute: Argentina se repuso del tortazo inicial, salió a dar pelea con las mejores armas, encontró variaciones inesperadas e hirientes (Dí María por derecha), al fin y al cabo nadie se escondió. Alemania quedó en problemas serios más de una vez y sintió la tensión en la garganta. Pero el dado le cayó para otro lado.

Claro que contarlo ahora es otra cosa. Cuando me empiezo a quedar solo, veo un televisor inútil, eléctrica compañía. Irrefutable sensación: vistas en la repetición, con la certeza de lo irrevocable, y el resultado puesto, hasta las torpezas epilépticas de sus defensores parecen haber sido muestras preclaras de anticipación a la jugada, hasta las mejores gambetas e inventos argentinos están deslegitimados por la convicción triste de lo que el espectador sabe y el tipo que avanza a patear en el video no. Es un viaje al pasado y todos sabemos cómo sigue la historia, y que nada podemos hacer para impedirlo.


Costas al vencido.

No odiamos perder, es parte obvia del libreto, pero la derrota afea todas las buenas intenciones, incluso las nuestras, y es por eso que la odiamos.

Argentina va a salir campeón, en algún torneo futuro, qué duda cabe. Muchas cosas buenas nos pasarán, y muchas malas también, razones para llorar en serio y fuera del futbol. Pero yo quería que Argentina saliera campeón acá y ahora, no en 2014 con Ramón Díaz de técnico, cuando no seamos ya siete en la Corte y no podamos hacer esto que termina con esta triste crónica final.

Pero en fin: cabeza levantada. Puedo comparar este partido con el de Alemania de hace cuatro años, y decir con toda tranquilidad que Argentina entonces desperdició una oportunidad histórica y se dejó ganar por falta de carácter, y que además de lamentos el partido no nos dejó ni una sola jugada de toque que podamos poner en el carnet de identidad de nuestro jugo. Esta vez hubo tensión y convicción en el corazón mismo del partido. Ese es el concepto y todo lo que buenamente podemos controlar entre un bosque agobiante de factores imponderables. Yo quiero irme así de un mundial, no como Portugal, no como Italia, no como Brasil. El resto es historia.


Maradó

El sueño no se cumplió, pero se encontró un camino. Hay que salir del mediocampo.


La arlequinidad al palo

Los festejos anticipados, el esoterismo cabulero, seguidos ahora mismo, presumo, por la policíaca sindicación de responsables, la extrema crispasción e irascibilidad, el pliego de bases y condiciones incumplidas que consensuarán los sabihondos en sus marfílicas Moncloas, todas cosas propias de recién llegados a la soireé que no están curtidos en las montañas rusas de la militancia política y tribunera, y tal vez, ni tampoco por las baquetas del destino contra el que nadie la talla, como dice Agnetha.

Se gana, se pierde. Yo no voy a quejarme, ahora. Alguien tenía que caer.

Si hay algo que me daba mala espina fue ver a la gente festejar ayer en el Tribunal cómo caía Brasil. Cómo se nos ha pegado esa rivalidad inventada para dividirnos. Qué falta de ubicación en el ecosistema de afinidades: alegrarse de un triunfo del país distante, estrecho, monárquico y ajeno de Holanda. Mientras se me partía el corazón por ver a Julio César llorando, veía a los hinchas argentinos gozar la situación decir la bobada de la tristeza nao tem fin, y era obvio que no sabían cuán cerca estaban ellos de sentir algo parecido.

Es de mal tipo alegrarse porque a alquien que está cerca, y que es indudablemente bueno para esto (ellos son los mejores) le vaya mal. Era un mal presagio, era obvio.

Qué falta de solidaridad, los que se alegraron ayer casi que se merecen lo que nos pasó.


¿Por qué?

Esa sensación de desazón y desamparo. La idea de no tener más ganas de ver una pelota ni una cancha nunca más en la vida.

Y oír al superado que dice que es un partido. No es un partido: es la condición humana.

Anoche leía a Desmond Morris. Dice el señor que para el zoologo, los seres humanos son simios sin rabo con un cerebro muy grande. Que su rasgo más asombroso es cómo han prosperado, pues mientras otros simios se esconden en sus últimos refugios, esperando la llegada de las motosierras, seis mil millones de humanos han infestado el mundo entero. Que, biológica y evolutivamente, la clave de su (nuestro) éxito reside en la neotenia, esa anormalidad genética que nos hace mantener caracteres juveniles en la vida adulta. Los humanos juegan toda la vida: son la especie Peter Pan, que no crece nunca. Por supuesto, una vez que se han hecho adultos, al juego le dan diferentes nombers y se refieren a él como arte, investigación, deporte o filosofía, música o poesía, viaje o espectáculo. Pero, como el juego infantil, todas estas actividades implican innovación, asunción de riesgos, exploración y creatividad. Y son estas actividades las que nos han hecho verdaderamente humanos.

Por eso estamos tristes hoy por un partido que perdieron once muchachos en una cancha que queda a cinco mil kilómetros de distancia. Porque, gracias a Dios, somos unos nenes.


El detalle

La presidenta de un país bananero dejó todo y como si no tuviera nada mejor que hacer abandonó las responsabilidades inherentes a su cargo para perpetrar el acto frívolo de ver un partido de cuartos de final. En un hipotético clearing de merecimientos y castigos esta insensatez institucional, muy plausible malversación de fondos públicos, debiera ser condignamente castigada con la derrota de su seleccionado. Pero en la cancha son once contra once, Dios no juega y Angela Merkel festeja.


Canción que describe este momento

Es la canción que con los ojos le canta Maradona a cada jugador que abraza al final. It´s simple and it´s plain: the winners take it all, the loosers has to fall.





Pero ojo, escuchen bien todo, y van a ver que Agnetha tiene razón. Ahora mismo, ya, now playing, the game is on again.